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Notas del «El mito de Sísifo» de Albert Camus

«Puede advertirse que así defino un método. Pero se advierte también que este método es de análisis y no de conocimiento. Pues los métodos implican metafísicas, revelan sin saberlo conclusiones que a veces pretenden no conocer todavía. Así, las ultimas páginas de un libro están ya en las primeras. Este nudo es inevitable. El método aquí definido confiesa la sensación de que todo verdadero conocimiento es imposible. Sólo pueden enumerarse las consecuencias y sólo el clima puede hacerse sentir.»

«¿Puede sorprender encontrar una gloria perecedera edificada sobre las creaciones más efímeras? El actor tiene tres horas para ser Yago o Alcestes, Fedra o Glocester. En ese breve tiempo los hace nacer y morir sobre cincuenta metros cuadrados de tablas. Nunca ha sido ilustrado lo absurdo tan bien ni tan largo tiempo. Esas vidas maravillosas, esos destinos únicos y completos que se desarrollan y terminan entre paredes, ¿pueden resumirse de una manera más reveladora? Una vez que deja el tablado, Segismundo ya no es nada. Dos horas después se le ve comiendo fuera de casa. Quizá sea entonces cuando la vida es un sueño. Pero después de Segismundo viene otro. El personaje que sufre de incertidumbre reemplaza al hombre que ruge después de vengarse. Recorriendo así los siglos y los espíritus, imitando al hombre tal como puede ser y tal como es, el actor se asemeja a ese otro personaje absurdo que es el viajero. Como él, agota algo y recorre sin descanso. Es el viajero del tiempo y, en lo que respecta a los mejores, el viajero acosado por las almas. Si la moral de la cantidad pudiera encontrar alguna vez un alimento, lo encontraría seguramente en esta escena singular. Es difícil decir en qué medida el actor se beneficia con sus personajes. Pero lo importante no es eso. Se trata de saber, únicamente, hasta qué punto se identifica con esas vidas irremplazables. Sucede, en efecto, que las transporta consigo, que desbordan ligeramente el tiempo y el espacio en que han nacido. Acompañan al actor, y éste no se separa ya muy fácilmente de lo que él ha sido. Sucede que para tomar su vaso reencuentra el ademán de Hamlet al
levantar la copa. No, no es tan grande la distancia que le separa de los seres que hace vivir. Ilustra entonces abundantemente todos los meses o todos los días esa verdad tan fecunda de que no hay frontera entre lo que un hombre quiere ser y lo que es. Lo que demuestra es hasta qué punto el parecer hace al ser, pues se ocupa constantemente en representar mejor. Pues su arte consiste en fingir absolutamente, en penetrar lo más posible en vidas que no son la suya. Al término de su esfuerzo se aclara su vocación: dedicarse con todo su corazón a no ser nada o a ser muchos. Cuanto más estrecho es el límite que se le da para crear su personaje tanto más necesario es su talento. Va a morir dentro de tres horas con el rostro que tiene hoy. Es necesario que en tres horas experimente y exprese todo un destino excepcional. Eso se llama perderse para volverse a encontrar. En esas tres horas va hasta el final del camino sin salida que el hombre de la sala tarda toda su vida en recorrer.»

«`No —dice el conquistador—, no creáis que para amar la acción haya tenido que ‘desaprender’ a pensar. Por el contrario, puedo definir perfectamente lo que creo, pues lo creo con fuerza y lo veo con una visión cierta y clara.´ Desconfiad de quienes dicen: `Conozco esto demasiado bien para que pueda expresarlo.´ Pues si no pueden es porque no lo saben o porque por pereza se han limitado a la corteza.»

«La verdadera obra de arte está hecha siempre a la medida del hombre. Es esencialmente la que dice «menos». Hay cierta relación entre la experiencia global de un artista y la obra que la refleja, entre Wilhelm Meister y la madurez de Goethe. Esa relación es mala cuando la obra pretende dar toda la experiencia en el papel de encaje de una literatura de explicación. Esa relación es buena cuando la obra no es sino un trozo tallado en la experiencia, una faceta del diamante en que el brillo interior se resume sin limitarse. En el primer caso hay exceso de carga y pretensión a lo eterno. En el segundo, obra fecunda a causa de todo un supuesto de experiencia cuya riqueza se adivina. Para el artista absurdo el problema consiste en adquirir esa mundología que supera a la desenvoltura. Y al final el gran artista, bajo este clima, es ante todo un gran viviente si se entiende que vivir es tanto sentir como reflexionar. La obra encarna, por lo tanto, un drama intelectual. La obra absurda ilustra la renuncia del pensamiento a sus prestigios y su resignación a no ser ya más que la inteligencia que hace funcionar las apariencias y que cubre con imágenes lo que no tiene razón. Si el mundo fuese claro no existiría el arte.»

Camus, Albert. (1985). El mito de Sísifo. España: Alianza Editorial.

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